“El concierto”…
La literatura de Augusto
Monterroso, incide fundamentalmente en el análisis de la naturaleza humana
desde una óptica irónica; sin embargo, es difícilmente clasificable, sus textos
son breves en general, de género impreciso, en la frontera del relato y la fábula,
del ensayo y el aforismo, escritos con sentido del humor y de la sorpresa.
Innovador y renovador de los géneros tradicionales, específicamente de la
fábula, se reconoce su importancia por el cambio que introduce en la literatura
latinoamericana del siglo XX, siendo esa brevedad e ironía dos de sus
cualidades estilísticas. Sus palabras denotan una brillante imaginación
resuelta en sutilezas. La paradoja y el humor fino, apoyados en una enorme
capacidad de observación y plasmados en una prosa de singular precisión,
denotan una fantasía exuberante y una extraordinaria concisión.
Augusto Monterroso, nació
en Tegucigalpa, Honduras, en 1921 y falleció en la Ciudad de México, en 2003.
Es uno de los escritores latinoamericanos más reconocidos a nivel internacional.
Aunque nacido en Honduras, Augusto Monterroso era hijo de padre guatemalteco y
optó por esta nacionalidad al llegar a su mayoría de edad. Participó en la
lucha popular que derrocó a la dictadura de Jorge Ubico y posteriormente hubo
de exiliarse. Con un paréntesis en Guatemala y algún destino diplomático, vivió
desde 1944 en México, donde trabajó en la UNAM y, como traductor, en el Fondo
de Cultura Económica.
De formación autodidacta,
desde muy joven alternó la lectura de los clásicos de las lenguas española e
inglesa con trabajos que le servían para contribuir al sostenimiento de su
familia. Fue cofundador de la revista literaria Acento y se le ubica como
integrante de la Generación del 40. Escritor de fama internacional, mereció
importantes galardones y reconocimientos, como el premio nacional de cuento
Saker-Ti (Guatemala, 1952), el premio de literatura Magda Donato (México,
1970), el Xavier Villaurrutia (México, 1975), la Orden del Águila Azteca
(México, 1988), el premio literario del Instituto Ítalo-Latinoamericano (Roma,
1993), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (Guatemala,
1997), el Príncipe de Asturias (España, 2000) y el Juan Rulfo (México, 2000).
Una gran variedad de
temas se aúna bajo una misma visión de la vida en Augusto Monterroso: irónica,
amarga y tierna al mismo tiempo. Sus libros breves, escuetos y casi perfectos,
dan un ejemplo singular de coherencia vocacional que es, como el propio autor,
difícil y huidiza, crítica y autocrítica, tímida y osada, ya que los caracteriza
una manera muy especial de observar y transmitir la realidad. Traducida a
varios idiomas, la obra de Augusto Monterroso incluye títulos como El concierto
y el eclipse (1947), Uno de cada tres y El centenario (1952), Obras completas y
otros cuentos (1959), La oveja negra y demás fábulas (1969), Movimiento
perpetuo (1969), Animales y hombres (1971), Antología personal (1975), Lo demás
es silencio (1978), Las ilusiones perdidas (1985), Esa fauna (1992) o La vaca
(1998).
Una aproximación directa
a su persona ofrece la colección de entrevistas Viaje al centro de la fábula
(1981); en 1993 publicó Los buscadores de oro, libro de memorias. En algunos de
sus últimos libros se acrecienta el carácter misceláneo de su obra: La palabra
mágica (1983) y La letra e (1986). Monterroso es uno de los máximos escritores
hispanoamericanos y uno de los grandes maestros del relato corto de la época
contemporánea. Gabriel García Márquez, refiriéndose a La oveja negra y demás
fábulas, escribió: "Este libro hay que leerlo manos arriba: su
peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la
falta de seriedad".
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EL CONCIERTO *
Dentro de escasos minutos
ocupará con elegancia su lugar ante el piano. Va a recibir con una inclinación
casi imperceptible el ruidoso homenaje del público. Su vestido, cubierto de
lentejuelas, brillará como si la luz reflejara sobre él el acelerado aplauso de
las ciento diecisiete personas que llenan esta pequeña y exclusiva sala, en la
que mis amigos aprobarán o rechazarán —no lo sabré nunca— sus intentos de
reproducir la más bella música, según creo, del mundo.
Lo creo, no lo sé. Bach,
Mozart, Beethoven. Estoy acostumbrado a oír que son insuperables y yo mismo he
llegado a imaginarlo. Y a decir que lo son. Particularmente preferiría no
encontrarme en tal caso. En lo íntimo estoy seguro de que no me agradan y
sospecho que todos adivinan mi entusiasmo mentiroso.
Nunca he sido un amante
del arte. Si a mi hija no se le hubiera ocurrido ser pianista yo no tendría
ahora este problema. Pero soy su padre y sé mi deber, tengo que oírla y
apoyarla. Soy un hombre de negocios y sólo me siento feliz cuando manejo las finanzas.
Lo repito, no soy artista. Si hay un arte en acumular una fortuna y en ejercer
el dominio del mercado mundial y en aplastar a los competidores, reclamo el
primer lugar en ese arte.
La música es bella,
cierto. Pero ignoro si mi hija es capaz de recrear esa belleza. Ella misma lo
duda. Con frecuencia, después de las audiciones, la he visto llorar, a pesar de
los aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin fervor, mi hija tiene la
facultad de descubrirlo entre la concurrencia, y esto basta para que sufra y lo
odie con ferocidad de ahí en adelante. Pero es raro que alguien apruebe
fríamente. Mis amigos más cercanos han aprendido en carne propia que la
frialdad en el aplauso es peligrosa y puede arruinarlos. Si ella no hiciera una
señal de que considera suficiente la ovación, seguirían aplaudiendo toda la
noche por el temor que siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A
veces esperan mi cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo
vigilan mis manos, temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al
principio me engañaron y los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha
pasado en balde y he terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se
ha apoderado de mí. Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción.
Yo no soy un artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo
sea y me aburre. Mis amigos tampoco son artistas. Me gusta mortificarlos, pero
no me preocupan.
Son otros los que me
irritan. Se sientan siempre en las primeras filas y a cada instante anotan algo
en sus libretas. Reciben pases gratis que mi hija escribe con cuidado y les
envía personalmente. También los aborrezco. Son los periodistas. Claro que me
temen y con frecuencia puedo comprarlos. Sin embargo, la insolencia de dos o
tres no tiene límites y en ocasiones se han atrevido a decir que mi hija es una
pésima ejecutante. Mi hija no es una mala pianista. Me lo afirman sus propios
maestros. Ha estudiado desde la infancia y mueve los dedos con más soltura y
agilidad que cualquiera de mis secretarias. Es verdad que raramente comprendo
sus ejecuciones, pero es que yo no soy un artista y ella lo sabe bien.
La envidia es un pecado
detestable. Este vicio de mis enemigos puede ser el escondido factor de las
escasas críticas negativas. No sería extraño que alguno de los que en este
momento sonríen, y que dentro de unos instantes aplaudirán, propicie esos
juicios adversos. Tener un padre poderoso ha sido favorable y aciago al mismo
tiempo para ella. Me pregunto cuál sería la opinión de la prensa si ella no
fuera mi hija. Pienso con persistencia que nunca debió tener pretensiones
artísticas. Esto no nos ha traído sino incertidumbre e insomnio. Pero nadie iba
ni siquiera a soñar, hace veinte años, que yo llegaría adonde he llegado. Jamás
podemos saber con certeza, ni ella ni yo, lo que en realidad es, lo que
efectivamente vale. Es ridícula, en un hombre como yo, esa preocupación.
Si no fuera porque es mi
hija confesaría que la odio. Que cuando la veo aparecer en el escenario un
persistente rencor me hierve en el pecho, contra ella y contra mí mismo, por
haberle permitido seguir un camino tan equivocado. Es mi hija, claro, pero por
lo mismo no tenía derecho a hacerme eso.
Mañana aparecerá su
nombre en los periódicos y los aplausos se multiplicarán en letras de molde.
Ella se llenará de orgullo y me leerá en voz alta la opinión laudatoria de los
críticos. No obstante, a medida que vaya llegando a los últimos, tal vez a
aquéllos en que el elogio es más admirativo y exaltado, podré observar cómo sus
ojos irán humedeciéndose, y cómo su voz se apagará hasta convertirse en un
débil rumor, y cómo, finalmente, terminará llorando con un llanto desconsolado
e infinito. Y yo me sentiré, como todo mi poder, incapaz de hacerla pensar que
verdaderamente es una buena pianista y que Bach y Mozart y Beethoven estarían
complacidos de la habilidad con que mantiene vivo su mensaje.
Ya se ha hecho ese
repentino silencio que presagia su salida. Pronto sus dedos largos y armoniosos
se deslizarán sobre el teclado, la sala se llenará de música, y yo estaré
sufriendo una vez más.
FIN
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FUENTES:
Ruiza, M., Fernández, T.
y Tamaro, E. (2004). Biografia de Augusto Monterroso. En Biografías y Vidas. La
enciclopedia biográfica en línea. Barcelona (España). Recuperado de
biografiasyvidas.com el 7 de febrero de 2021.
*Monterroso, Augusto.
Cuentos. UNAM, México 2008.